DR. DANIEL STCHIGEL: LA NUEVA NORMALIDAD.
Por Daniel Stchigel
Dr. en Filosofía y Magister en Psicoanálisis.
Cuando aún el coronavirus parecía que iba a tardar al menos un año en llegar a estas tierras, el Excelentísimo Señor Presidente Alberto Fernández dio una charla en la que habló de un personaje de dibujos animados, el Conejo Box (o Box Bunny), refiriéndose a este como modelo del individualismo neoliberal que se desentiende por el otro y sólo se preocupa por su propio bienestar. Más allá de que una opinión así parece la muestra de una falta de sutileza en el análisis, y la expresión más propia de alguien que no tuvo infancia, y sin cuestionar al presidente ni dejar de respetar su investidura, debo disentir. El Conejo Box era una clara muestra de la sabiduría taoísta. Sin perder el buen humor, y totalmente desarmado, sin hacer realmente nada, y utilizando la energía del enemigo para volverla en su contra, este conejo físicamente débil pero asombrosamente sagaz lograba siempre sobrevivir. Si algún egoísmo podemos reprocharle es haberse enfurecido cuando una topadora arrancó del suelo su propiedad privada, que no era más que un pequeño terreno donde su situaba su madriguera. Viviendo sólo de zanahorias, se lo podría acusar de individualismo capitalista tanto como a Diógenes el Cínico por negarse a que Alejandro Magno se acercara a molestarlo al tonel en el que vivía.
Pero este no es el tema del artículo. Lo que quisiera rescatar es una expresión que Box Bunny utilizaba cada vez que Elmer el Cazador venía a importunarlo en su tranquila normalidad de comedor de zanahorias en el bosque. Le decía “¿qué hay de nuevo, viejo?”. Siempre daba gracia esa combinación de palabras contradictorias, y la manera en que el conejo se apoyaba calmado y risueño en el rifle que lo amenazaba. Toda una lección de vida. Ahora, ¿qué tiene que ver esto con la expresión “nueva normalidad”, que se ha viralizado ahora y ha llegado a presentarse en los documentos del Gobierno de España y en la boca de mandatarios, así como en los medios peridísticos, junto con otra expresión asociada, la del “enemigo invisible”? Bueno, justamente, que en esta normalidad que se espera de aquí en más no hay nada de realmente “nuevo”. Hay un texto de Derrida que se llama “Cada vez única, el fin del mundo”. Justamente, esto de “nuevas normalidades” es un asunto tan viejo como la caza del conejo.
Aclaremos un poco el tema. Por un lado, la expresión “nueva normalidad” no es nueva. Se utilizó para referirse a la crisis económica de 2008, de la que se suponía no se iba a salir, y en 2012 la utilizó el premier chino para referirse a una desaceleración en el crecimiento del PBI de su país, que suponía, sin embargo, se iba a estabilizar y a sostener en el tiempo. Incluso, hay antecedentes previos de esta expresión, y uno no puede evitar pensar en un análogo cubano, que fue el llamado “período especial”, expresión a la que hizo referencia Fidel Castro cuando la caída de la Unión Soviética dejó a la dictadura cubana sin recursos. Se trata en estos tres casos de lo mismo: habría que ajustarse el cinturón durante mucho tiempo.
¿Qué hay de nuevo, entonces, en la nueva normalidad? Algunos piensan que se trata de una resignación: deberemos convivir con este nuevo y extraño virus durante mucho tiempo, manteniendo la distancia social y el uso del barbijo. Ya no podremos volver a salir sin cubrirnos la cara, ni a regresar a casa sin dejar la ropa colgada y desinfectarnos las manos. Los trabajos que se puedan hacer por Internet desde la casa así permanecerán por tiempo indeterminado, o al menos, si es que esto pasa, hasta que haya una vacuna. Sin embrago, esta tampoco parece garantizar la vuelta atrás, por varias razones. Por un lado, siguen apareciendo nuevas cepas que producen efectos extraños y prolongados, aunque no necesariamente la muerte. Por otro, las caídas del PBI de la mayoría de los países que han tomado la decisión de parar sus economías por largos períodos de tiempo no se revertirán en mucho tiempo. Se habla de una crisis más profunda que las anteriores, aunque los pronósticos económicos nunca han sido muy acertados. Después de todo, nadie tiene la bola de cristal. Lo que queda claro es que existe la sensación de que algo se ha alterado definitiva e irreversiblemente. Es lo que los filósofos llaman un “acontecimiento”.
En palabras de filósofos como Derrida, Deleuze o Badiou, un acontecimiento no es algo que “sucede”. Se trata de algo que irrumpe, que no está dentro de lo habitual o normal, algo que, como una anomalía, altera la estructura del saber. Si bien los gobiernos han dado carta blanca a los virólogos y epidemiólogos para aconsejarlos en sus decisiones, y muchos han tenido como prioridad evitar que se desborden las muertes y que colapse el sistema sanitario público, del cual son responsables ante los ciudadanos, aquéllos se han mostrado titubeantes y confusos. Y si el saber es cuestionado por su propia imprecisión e impericia, estamos en verdaderos problemas. Una vez que se ha establecido un nombre para la amenaza invisible, eso que Lacan llama un “significante”, no más que una expresión científica que nombra la anomalía, se ha disparado la máquina del sujeto, que consiste en asociar ese nombre con otras palabras que sirvan para construir un saber. Hasta ahora, hay que decirlo, con poco éxito. Y al balbucear la ciencia, y al perder el sentido, la gente, lo que Heidegger llamaba “el Uno” o “el impersonal”, ha empezado a hacerse eco de cualquier sentido sustitutivo, de cualquier teoría paranoica. Entonces se ha hablado de una asociación entre Bill Gates y el gobierno chino para crear el virus en laboratorio y vender después una vacuna con un microchip de 5 G para controlar la mente de la gente. Esto no es más que una metáfora delirante que viene a compensar la falta de una explicación que se exige a la ciencia como lugar del saber, y que esta no puede hasta el momento ofrecer para satisfacer a las masas.
¿Por qué la expresión “nueva normalidad” se ha viralizado? ¿Por qué los gobiernos se hacen eco de ella? Pues simplemente porque, como decía Heidegger, la palabra es lo que hace que el ser se manifieste ante el hombre. Cada vez que la imagen del mundo cambia, es porque nuevas palabras se imponen como construcción de un saber que da cuenta de eso que irrumpe y nos angustia por su carácter de enigma que perturba. Nada más angustiante que saber que podemos morirnos, ¿verdad? Pero, ¿es que no lo sabemos? Sí, pero no como algo inminente, sino como algo que le pasa a uno. A uno pero no a mí, y si me pasa a mí, será, pero todavía no. Si algo angustia del coronavirus actual, pues ni siquiera es algo nuevo (recordemos las gripes aviar y porcina, y ni qué decir de la gripe española, que mató a millones de personas entre 1918 y 1919) es su carácter de azar: puede provocar una enfermedad sin síntomas, o, con una probabilidad de un cinco por ciento, puede matarte. En realidad lo que mata es la reacción del organismo ante su presencia, pero a los fines de la vida cotidiana eso importa muy poco.
¿Ha habido nuevas normalidades antes? Sí, siempre que algo ha acontecido. Y en tales hemos debido casos convivir con el miedo. Por ejemplo, cuando comenzó la guerra fría, cuando EEUU perdió el monopolio de la construcción de armas nucleares, se impuso el pánico en la población norteamericana. Una guerra global termonuclear parecía inminente. Una propaganda del gobierno del año 1951 presentaba a una tortuga con un casco militar llamada Bert, que se escondía en su caparazón cuando sonaba la alarma de ataque. El mensaje era una canción publicitaria pegadiza que decía: “Duck and Cover”. Suponía que esconderte bajo una mesa te prevenía de los efectos de la radiación. Hoy en día el mensaje es “quédate en casa”, y se supone que con un tapabocas estamos protegidos si no nos queda otra opción que salir a hacer las compras. La situación es análoga: se trataba de hacer pensar a la gente que era posible hacer algo, aunque fuera cuestionable y posiblemente inútil, para evitar la muerte, a la vez que generaba un estado de alerta permanente y de miedo por la idea de que cualquier cosa podía pasar en cualquier momento.
Claro que no se puede vivir siempre asustado, y tampoco establecer una cuarentena eterna, aunque a algunos gobiernos al parecer les gustaría hacerlo. Esto de la pandemia es lo que Heidegger llamaba “lo destinal”. No es que estuviera escrito, es que todos se han puesto de acuerdo espontáneamente en que algo ha cambiado definitivamente. Se trata de algo que podría no haber pasado, pero pasó, y cuando pasa, eso anuncia una nueva manifestación del Ser. Heidegger hablaba de la llegada de nuevos dioses, pero con ello se refería a un cambio en los ejes de nuestra experiencia. La epidemia pasará, como pasan todas, pero el saber y el hacer de las personas habrá cambiado a nivel global. Eso no significa que no podremos volver a ver a nuestros parientes o dejar de usar tapabocas, sólo quiere decir que nuestro modo de pensar las cosas ha cambiado, que el orden del saber se ha visto conmovido, que la economía alterará su ritmo y los gobiernos y los partidos, las leyes y las reservas, todo ello se estructurará de otra manera, posiblemente con más nacionalismo, fuertes recesiones, pérdidas de empleo y una gran desaceleración del crecimiento. La desigualdad social aumentará, la clase media habrá desaparecido prácticamente en los países con un Estado más presente, y los gastos lujosos y superfluos se retraerán como ocurrió después de las grandes guerras. Pero tarde o temprano volverá el crecimiento, la confianza en el saber médico, la vida nocturna y el boom del turismo, aunque todo ello se hará, al menos por un tiempo, con mayor prudencia. Habrá nuevas modas, usos y costumbres, como los hubo después de la Gran Depresión o del fin de la Guerra Fría, pero como siempre, aunque nueva, al menos superficialmente, la normalidad renacerá de las cenizas. Como dice Alain Badiou, a la larga, luego del enfrentamiento entre los fieles al acontecimiento y los sujetos oscuros que buscan suprimirlo, lo que gana es el conservadurismo, es decir, el modo de ser de término medio, la normalidad, en última instancia, siempre nueva, pero siempre normalidad. No debe extrañarnos que el conejo Box, siempre amenazado por el cazador y saliendo siempre airoso de la contienda, confiadamente le preguntara una y otra vez, con calmada ironía: ¿Qué hay de nuevo, viejo?